Esas fueron las palabras del dictador y corrupto expresidente Alberto Fujimori, pronunciadas aquella noche del 5 de abril de 1992 y que son las mismas que deberíamos escuchar de boca del Superior General del Sodalicio de Vida Cristiana, Alessandro Moroni, que finalmente ha tenido que aceptar los abusos y delitos cometidos por su maestro y guía Luis Fernando Figari.

El Sodalicio, como institución, está herido de muerte y la putrefacción de sus entrañas ya huelen a demasiada distancia y aunque su director haya hecho el esfuerzo por salir en un video con cara de contrito a pedir “perdón” (así de manera impersonal), lo que debió haber anunciado es la disolución inmediata de esta secta construida a imagen y semejanza de un monstruo egocéntrico y enfermo, que sometió a sus jóvenes seguidores a los más viles vejámenes, físicos, sicológicos y sexuales.

Un hombre que no habría tenido el menor reparo, según todos los indicios, en someter sexualmente a su propio amigo y mano derecha Germán Doig, para quien luego pidió que conviertan en santo; y cuyos libros de texto siguen siendo revisados y estudiados (de memoria) por alumnos de la Universidad San Pablo en Arequipa, porque aún no han sido retirados.

Y no solo es Figari, muchos otros siguieron los mismos pasos del abusador y que siguen siendo protegidos por el Sodalicio; porque las denuncias de abusos no son solo las 30 registradas en el valiente libro “Mitad monjes, mitad soldados” de Pedro Salinas y Paola Ugaz, sino muchas más, que han seguido saliendo y que el SVC está tratando de ocultar. Al Sodalicio no le queda otra que “di-sol-verse” y refundarse, con otro nombre y con otros principios, por el bien de su iglesia.