Leía por ahí que el obituario es el último intento hacia la inmortalidad, vanidad de vanidades, a la que puede aspirar el difunto. Pero ya vemos, por lo leído estos días tras la muerte de don Genaro, que la gente lo que quiere es un juicio, una especie de balance y recapitulación de la vida del individuo. 

Como si fuera un adelanto del juicio final, a ver si lo bueno opaca lo malo, y vaya a ver uno qué cree que es lo bueno y lo malo de una vida y sus circunstancias. Lo que sí parece tener sentido es que a cada uno se nos pedirá cuenta según lo que se nos dio. Y aquí no hay democracia que valga, porque miren lo que le pasó a Barrabás versus el Nazareno. 

La historia necesita perspectiva, una cierta lejanía que enfríe las pasiones para que los hechos reposen y se decante ese polvillo que no deja ver lo esencial. Los hechos a un lado y la interpretación de esos hechos al otro lado. Si algo debemos reconocer y aceptar con antelación, es que don Genaro no pasará desapercibido, porque no fue un ciudadano común y corriente, fue alguien al que se le dio mucho, que recibió una enorme responsabilidad social, que tuvo en sus manos decisiones de gran influencia en la sociedad donde vivió. ¿Qué hizo con esa riqueza? ¿Para qué la usó? 

La televisión de señal abierta, en esos años dorados en los que reinó don Genaro, fue quizá el más poderoso instrumento de comunicación masiva. Gracias a su influencia -la de Genaro- ¿fueron los televidentes mejores personas? ¿Contribuyó a que los peruanos fuéramos ciudadanos mejor informados, cultos y sanamente entretenidos? Quienes hemos visto ejercer poder a don Genaro, cuando los líderes políticos coqueteaban y le besaban la mano, y lo vemos ahora, en sus días finales, sumamente débil y frágil en una silla de ruedas, constatamos cómo se pasa de la soberbia a la humildad. Es el tiempo el que se encarga de estas cosas.