Cuando a un presidente las cosas no le van bien en la conducción del Estado, se vuelve sumamente vulnerable y hasta pone en riesgo la estabilidad del propio país y su permanencia en el cargo. No estoy diciendo nada nuevo. La ciencia política lo explica sin ningún cuestionamiento. Donald Trump ha sido calificado de antipático cuando era candidato, y al ser ungido 45° presidente de EE.UU., había un importante sector de sus compatriotas que creyó que mejoraría su relación con la forjada opinión pública estadounidense. Eso no ha sido así. 

En una reciente encuesta, las cifras no favorecen en nada al presidente republicano, que cuenta con un 58% de desaprobación en su gestión como mandatario y sus quehaceres de Estado al frente de la Casa Blanca han sido objeto de una montaña de críticas que suelen en todo caso surgir en el camino de la acción estatal y no al inicio. Trump se ha ganado el rechazo de amplios sectores sociales y políticos de su país, y eso no es bueno porque, sin querer queriendo, comienza a perder peso político, lo que es una preciada y privilegiada fortaleza con la que suele contar como intangible un jefe de Estado precisamente cuando llegan los tiempos difíciles para la gobernanza. En menos de medio año, Trump ya es objeto de una investigación fiscal sobre la denominada conexión rusa, que escandalizó al país luego de destituir inexplicablemente y en un santiamén al jefe del FBI; pegado a ello, Trump ha tenido reveses con sus medidas para evitar que los migrantes de origen islámico pudieran ingresar en EE.UU., y hasta un demócrata ha formalizado el pedido de su destitución. Si acaso fuera poco, su reciente propósito de derogar el sistema de seguridad sanitaria u Obamacare, implementado por el expresidente Obama, sobre todo sin ofrecer una alternativa concreta y viable, sin contar con el contundente apoyo en el Capitolio, ha sido también rechazado. En el frente externo, la cosa no es menos compleja, al desnudarse su aislamiento internacional. Trump necesita cambiar.