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Ayer, Donald Trump, el 45° presidente de los EE.UU., pronunció en acto solemne en la sede del Capitolio, en Washington, su discurso al cumplir el primer año de su mandato, conforme manda la tradición estadounidense y por supuesto la Constitución del país, que está vigente desde el 7 de setiembre de 1787, la cual establece que “El Presidente de tiempo a tiempo dará al Congreso información del Estado de la Unión y recomendará para su consideración medidas que juzgue necesarias y convenientes”, habiendo sido George Washington el primer presidente en pronunciarlo el 8 de enero de 1790. Se calcula que más de 40 millones de personas lo vieron y escucharon, y aunque al cierre de esta columna Trump aún no lanzaba su esperado discurso, está claro que existe muchísima expectativa, dado que en los últimos doce meses de gobierno su actuación al frente del país ha sido ambivalente. Un Trump debilitado por unas encuestas adversas, y por una acción política bastante confrontacional, está claro que llega a este tiempo en seria crisis, más aún cuando en la víspera ha renunciado Andrew McCabe -el segundo del FBI- debido a las presiones y a los corralitos de los republicanos, y que hasta el final se mostró leal a James Comey, aquel que fuera despedido por el propio Trump. En este marco de especulaciones, el tema migratorio podría ser abordado por Trump, donde en modo particular los latinos, y entre estos los denominados dreamers o soñadores, no deberían hacerse muchas ilusiones conociendo lo inesperado que es Trump en todas sus acciones políticas; sin embargo, existen otros asuntos que ocupan su máxima atención, como es su desorbitada concepción de la política internacional para el país, que hasta ahora nadie sabe en el fondo qué es lo que quiere. Aunque lo que diga Trump debería ser la línea maestra de su acción política anual, en realidad nadie lo sabe, pues se trata de un presidente que todo lo cambia en un santiamén.