Una de las aspiraciones de los Estados y las sociedades en general es la construcción y ejercicio de una ciudadanía ética. En este empeño se exige a las instituciones de la educación básica y superior que desarrollen en sus currículos competencias de aprendizaje impregnadas de valores y actitudes. Lo cual implica que la escuela desarrolle una formación integral que permita a los estudiantes interiorizar y poner en práctica la solidaridad, responsabilidad, tolerancia, justicia, libertad y veracidad, pero también honestidad y honradez. Se trata de que los educandos aprendan a ser virtuosos, probos y transparentes.

Para tal fin, entre otras acciones curriculares, se promueve la tutoría, la convivencia y la disciplina escolar, donde cualquier infracción a las normas debe tener la sanción respectiva, ya sea punitiva o recuperadora en un marco apropiado de proporcionalidad. Sin embargo, es recurrente ver que desde los espacios públicos y privados se producen faltas y delitos de los adultos que no siempre son castigados. Estos actos son discordantes y bloquean la enseñanza ciudadana y cívica en los colegios.

Teniendo en cuenta que los escolares se informan cotidianamente de actos deshonestos de empresarios, funcionarios y autoridades públicas del más alto nivel gubernamental, sería un grave error que observen que prevalece la impunidad. La justicia para corruptos y corruptores debe ser oportuna y rigurosa. No olvidemos que la educación es tarea de todos y que hay que desarrollarla con el ejemplo de manera convergente.