Donald Trump no hace nada solo. En el fondo, el verdadero poder estadounidense habría aplaudido su sonada decisión de abandonar el Acuerdo de París de 2015, que tanto le costó a la humanidad aprobar. Está claro que la reducción de las emisiones de gases de efecto invernadero estaba perjudicando a una élite de empresas transnacionales que venían operando en actividades industriales de muchísima rentabilidad. Su impacto se iba a volver letal para el país más desarrollado del mundo. Es la verdad. Pero lo que más llama la atención es la consecuencia, es decir, la posibilidad de que Washington termine convertido en Estado paria, es decir, un país que decide autoexcluirse del sistema internacional, creando las condiciones de su aislacionismo. Si uno revisa las reacciones internacionales, hasta ahora no ha habido un solo líder mundial que haya respaldado la insólita medida de la Casa Blanca. Junto a ello, preocupa saber qué actitud adoptará China, el mayor emisor de contaminantes del planeta y, sin discusión, el segundo Estado más poderoso del globo. Quedarse solo en la tarea concientizadora, pregonando su compromiso lleno de heroicidad o altruismo con la comunidad internacional por un mundo verde, no parece un escenario lógico previsible para Beijing. China no va a querer inmolarse sola y podría patear el tablero como EE.UU. Este escenario como probabilidad llevaría al abismo el Acuerdo de París. Sin los dos países responsables de más del 40% de emisiones, en realidad sería un instrumento jurídico intrascendente. La responsabilidad de EE.UU. para alcanzar el Acuerdo de París fue muy grande, pero eso nunca importó a Trump. Washington está llamado a ejercer el liderazgo que la circunstancia del todopoderoso le ha concedido. La agenda del mundo, guste o no, la sigue liderando EE.UU. y ese tamaño de responsabilidad debe ser preservado. Un país poderoso que pudiera convertirse en paria sería una contradicción y hasta un riesgo.

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