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Hoy los estadounidenses celebran 243 años de su independencia de Inglaterra. El 4 de julio de 1776, los conceptos de igualdad y libertad constituyeron la máxima expresión del derecho individual. Este hecho sucedió cuando Europa era remecida por la Ilustración, que estaba cuestionando el derecho divino que había legitimado a las monarquías absolutas como la que encarnó Luis XIV -quien dijo: “El Estado Soy Yo”-, la más despótica conocida hasta entonces. Así, la independencia de las ex Trece Colonias se adelantó en trece años a otro no menos importante episodio universal, como lo fue la Revolución francesa del 14 de julio de 1789. Han transcurrido cerca de dos siglos y medio y el presagio del extraordinario poder planetario de EE.UU. solo fue imaginable por el enorme impacto del denominado “Destino Manifiesto”, que jamás dejó de propugnar la grandeza americana. Los 45 presidentes que ha tenido este país desde 1776 -republicanos o demócratas- no han perdido perspectiva sobre la misión de contribuir como hombres de Estado al referido engrandecimiento de la Nación americana como ellos lo han sellado en su literatura política. Luego de la Primera Guerra Mundial, pero sobre todo tras la Segunda, EE.UU. se hizo el hegemón del mundo. Es verdad que primero en un mundo bipolar -en plena Guerra Fría compartió el poder mundial con la Unión Soviética-; luego unipolar, a la caída del Muro de Berlín -del comunismo- en 1989 y tras el estrepitoso declive soviético en 1991, que volvió a los rusos a la calidad regional de federación. Por más de 11 años, EE.UU. fue el único director del globo. Sin embargo, el atentado terrorista de Al Qaeda de 2001, el más grave de su historia nacional, volvió al mundo unimultipolar; es decir, a EE.UU. como el mayor hegemón y pisándole los talones China, Rusia e India. EE.UU. sigue siendo protagonista del mundo, manteniendo influencia estratégica en diversos espacios geopolíticos del globo. El presidente Donald Trump es quizás el mandatario que mejor expresa la hegemonía estadounidense y, a diferencia del extraordinario Woodrow Wilson -arquitecto del Tratado de Versalles con el que culminó la guerra de 1914-, quien fue un perfecto idealista, el presidente neoyorquino es el realismo con pragmatismo a la máxima potencia.