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Donald Trump tenía muchas ganas de incorporar a Corea del Norte en la relación de países patrocinadores del terrorismo. Es verdad que Pyongyang ya lo estuvo por el republicano George Bush (hijo), que lo hizo en la idea de que, diezmado, el régimen norcoreano podía desistir de sus proyectos nucleares. La llegada al poder de Kim Jong-un (2011) -el tercero de una dinastía que integraron, a su turno, su abuelo Kim II-sung, y su padre Kim Jong-il-, y su arrebatada conducta internacional al alterar la tranquilidad mundial han esfumado la idea de su alineamiento, pues sucedió exactamente lo contrario. En efecto, el gobierno de Corea del Norte se ha mostrado en todo momento desafiante; es decir, mientras que para cualquier otro país estar en la temida lista negra lo desprestigia mostrándolo como perturbador de la paz en el globo, al régimen de Kim en realidad eso lo tiene sin cuidado. Un Kim ególatra y engreído, que se expone riesgosamente retador, ha llevado a la sociedad internacional a un clima de tensión planetaria y ese sería su “mayor logro”; sin embargo, lo que sí resultará preocupante para Kim es que Corea del Norte -que ahora está en el mismo costal con países como Siria, Irán o Sudán- será objeto de mayores sanciones económicas por parte de Washington, que ha decidido asfixiarlo. No es el desprestigio lo que importa a Kim, sino las consecuencias de las referidas medidas que determine la Casa Blanca. Está claro que para Trump el paso dado era necesario, como primera acción, para cercar internacionalmente al régimen de Pyongyang. De hecho, parte de las conversaciones con los líderes asiáticos en el marco de su reciente gira a propósito de la reunión de APEC en Vietnam buscaba, al tiempo de mantenerlos “informados”, llamarlos a cerrar filas con las medidas no solamente económicas -plan B- que adoptaría en el futuro inmediato sobre la Corea comunista.