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La rivalidad entre Estados, los sujetos del derecho internacional clásicos y por excelencia, es muy difícil que se pueda ocultar. Al contrario, se mostrase solapada o en su defecto, totalmente desnudada. Los estadounidenses y los soviéticos, por ejemplo, durante la Guerra Fría -periodo comprendido entre el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) y la caída del Muro de Berlín (1989), que permitió la unificación de Alemania y se trajo abajo el sistema comunista-, no pudieron ocultar las profundas competencias que los marcó durante ese periodo de las relaciones internacionales en que la carrera espacial los mantuvo febrilmente ocupados.

Los tiempos han cambiado y aunque no estamos en un nuevo mundo bipolar, queda claro que a la Casa Blanca no le ha caído nada bien el acelerado deseo de encumbramiento de China. Cuando Xi Jinping, presidente de China, pronunció su impresionante discurso en el marco del XIX Congreso de Partido Comunista Chino, en octubre de 2017, aseverando confiado y con plena seguridad que su país será la nueva superpotencia mundial para el año 2050, al gobierno de Donald Trump le sobrevino un estado de shock y de inevitable hermetismo. No imaginaron que los chinos se trazarían una valla muy alta. La consecuencia ha sido que Washington decida frenar el vertiginoso crecimiento de Beijing. Para bajarle la llanta a los chinos, EE.UU. no ha tenido mejor idea que aprobar aranceles y multas de hasta 50,000 millones de dólares. Se trata de una abierta decisión para establecer restricciones comerciales a China, es decir, puro bullying. Es un paso hacia atrás de los países proteccionistas, como sucede con el propio EE.UU., porque impacta negativamente con el objeto central de los TLC, que es precisamente evitar los aranceles hasta llegar al denominado arancel cero. Nada de eso está sucediendo. EE.UU. está en inocultable déficit y decide trasladar su problema económico a los chinos, que esta vez no parecen quedarse de brazos cruzados.