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El 3 de octubre, una noticia sacudió a la opinión pública: el Poder Judicial había revocado el indulto a Fujimori. A pesar de que la validez de una sentencia se basa en fundamentos jurídicos (no emocionales), detractores de Fujimori celebraban extasiados, mientras que simpatizantes incendiaban verbalmente al Poder Judicial. Esto antes de que sea humanamente posible haber leído la sentencia, de 225 páginas.

Un día después, Daniel Urresti fue absuelto por el asesinato de Hugo Bustíos. Nuevamente, las arengas a favor y en contra se lanzaban sin haber siquiera oído -o entendido- las más de tres horas de lectura de sentencia.

Luego vino la detención de Keiko (jurídicamente cuestionable), celebrada por los mismos que antes protestaron contra la también cuestionable detención preventiva de los Humala.

“No deja de ser divertido cómo celebran o desaprueban la actuación de un juez o la Fiscalía dependiendo de si la detención corresponde a uno u otro lado del espectro político”, tuiteaba el periodista Diego Salazar, quien notó esta especie de amor condicional por nuestro PJ. El también periodista Paco Flores iba en la misma línea: “Alucinante cómo el mismo magistrado es aplaudido cuando la sentencia es contra el que me cae mal y odiado si la sentencia es contra el que me cae bien”.

¿Para qué tener leyes y jueces si, total, somos nosotros los que decidimos -sin leer ni preocuparnos por entender las decisiones o escuchar a los expertos- cuándo una sentencia judicial es correcta?

Un editorial del diario español La Vanguardia lo decía así de claro en el 2017: “(...) todo es opinable. Pero antes de afirmar que las decisiones judiciales son parciales o interesadas (…) conviene estudiar con detalle sus fundamentos y, aún después de eso, pronunciarse con toda cautela”.