Como por arte de magia, los tiempos que vienen verán un abrupto brote de humildad y sinceramiento de los gobernantes de las últimas décadas. Claro, de aquellos que no optarán por la fuga, que equivale a darse ya por perdido. La humildad será inversamente proporcional a la soberbia que, en su momento, les obnubiló el raciocinio para no darse cuenta de que, finalmente, todo se sabe. Los mejores, los que fueron elegidos para conducir los destinos del país, los más inteligentes, los mejor dotados para hacer grande esta patria, ahora resulta que se reconocerán tontones, ingenuotes, incapaces de percibir u olfatear a los pericotes que les robaban el queso. Qué razón tan fuerte puede aparecer, inesperadamente, para que una personalidad dé un giro tan brusco, cambie de venderse como el predestinado para salvar la democracia a considerarse un modesto político al que sus hombres de confianza le tomaron el pelo. Pendejos que se vuelven idiotas. Pero sí, en nuestra cultura, el pendejo no es otra cosa que aquel que sabe vivir del arte del engaño. El engaño forma parte de todo el proceso, desde el inicio, cuando se delinque, durante el tiempo en que permanece impune y en la etapa en que, a punto de ser descubierto, recurre a mil artimañas para escurrirse, eludir y salvarse del costo de la pendejada. Engañar no es solo falta de verdad, sino que tiene que tener apariencia de verdad. Tienen que creerte la mentira. Entonces, qué nos llama la atención, si dijo que no era su hija y terminó por aceptar que sí lo era. Qué nos asombra si en la campaña dijeron que harían una cosa y ya en el poder hicieron otra. ¿No es nuestra política un poco -o mucho- el arte del engaño, de cojudear a los electores? Si en el país de los ciegos el tuerto es rey, en el país de los pendejos, ¿quién es el rey?

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