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Si algo nos enseña la historia universal es que la política, sin dejar de ser la ciencia del poder, también es el arte del buen gobierno. Y como todo arte debe contemplar la poderosa variable del azar y la libertad. La planificación es posible en todo escenario político e imprescindible desde el punto de vista de la estrategia, pero la libertad es capaz de alterar todos los planes largamente meditados. Por eso, el hombre político es consciente del enorme poder que tiene en sus manos cuando decide actuar con libertad.

Esa es la razón por la que todos los sistemas totalitarios están condenados a terminar en el basurero de la historia. Cuando se siente amenazada hasta el límite, la libertad estalla y restaura el equilibrio. Ahora bien, la libertad, como todo principio, puede degenerar en libertinaje, en libertad luciferina, en libertad irresponsable que comprende el poder como un instrumento de autosatisfacción y soberbia. Entonces, cuando esta idea degenerada de libertad se combina con el azar, se establece un escenario peligrosísimo, porque la libertad sin freno es capaz de traicionar los pactos, atacar a los aliados y apelar a lo más bajo de la condición humana.

La solución al libertinaje político potenciado por el azar es el control. El control combinado con la prudencia y la capacidad de decisión. Si algo nos enseñan los juramentos de lealtad de nuestra historia es que todo puede ser traicionado. Solo el control de un poder hegemónico puede evitar los espasmos y las conspiraciones de otro poder que intenta afianzarse sonriendo a sus rivales. Aunque al principio el libertinaje político se disfrace de pactismo, en el fondo estamos frente a la vieja máscara de la traición.