Un país hastiado del pus de corrupción que ya no se podía esconder abatió las calles de Lima en los últimos días de julio del año 2000. La denominada “Marcha de los Cuatro Suyos” irrumpió en el régimen dictatorial del decenio noventero, que se descompuso progresivamente al candor de un pueblo adormitado por la subcultura y amarillismo de esos aciagos años.

Los noticiarios informaban de la gesta popular que tenía como principal arma un ariete llamado Alejandro Toledo, una figura que se abría paso en las calles capitalinas al fulgor del cielo pintado de grisáceo por el humo de la revuelta que se acentuaba por el fulgor de la marcha.

El resultado es historia conocida.

Diecisiete años después, quien fuera el líder y máxima figura del destierro de la corrupción noventera y el autodenominado bastión de la democracia se encuentra en una encrucijada que probablemente lo llevará a prisión; Alejandro Toledo se ha liado a sí mismo en su propia maraña de mentiras, excusas y falacias que comenzaron a desprender el peculiar olor de la corrupción tras la hecatombe política llamada Odebrecht.

Para bien, parece que las huestes de la justicia están tomando turno y girando los vientos en contra de las cabezas políticas que en su momento pregonaron honestidad; para bien, resulta hoy necesario repensar (sí, tal vez una y mil veces más) si realmente estamos preparados para sacar definitivamente la costra de una herida que nunca sanó, una grotesca herida llamada corrupción.