Uno de los pilares sobre los que Alejandro Toledo consolidó su gobierno fue la lucha anticorrupción. Lucha que él, junto a otros como Fernando Olivera, Diego García Sayán y otros, convirtieron en simple y llana persecución política del fujimorismo. Toledo se convirtió así, junto a Vargas Llosa -y años después, a Humala- en los paladines del antifujimorismo más radical y fundamentalista. Los perseguidores por antonomasia.

El clímax de esa persecución fue el ajusticiamiento público de Alberto Fujimori, en un juicio controversial desde la técnica legal, y que, sin duda, tomó la dimensión de un juicio político. En su momento, se silenció mediáticamente la controversia sustentada por connotados juristas. Hoy todo indica que la corrupción toledista parece haber abarcado no solo a políticos sino también a periodistas y quizá hasta algunos procuradores, fiscales o jueces. Lo que teje un manto de dudas ineludible sobre ese juicio.

Hay razones para sospechar incluso que la persecución fue una cortina de humo para que a Toledo se le pasara muchas cosas por “agua caliente”. ¿Entre esas cosas, quizá los negociados como los de Odebrecht? No sabemos cabalmente qué intereses había para esto y a quiénes más benefició el “chorreo” de la corrupción. 

¿Periodistas “aceitados” con premios truchos, columnistas con línea editorial al mejor postor, cancerberos a sueldo infiltrados como procuradores? No sé. Sin embargo, algo es claro: existen por lo menos sólidas razones políticas para reabrir el juicio de lesa humanidad a Fujimori, con jueces y fiscales sin sombra ni vinculación al toledismo. Bajo condiciones de independencia total que, claramente, no existían en medio de la sed de venganza y la corruptela impulsadas desde el propio Toledo y su gobierno. Porque se derrumbó, con él, toda esa farisea autoridad moral de los perseguidores.