El Tribunal Constitucional (TC) pasa por un grave proceso de deslegitimización y no ha vuelto a recuperar el prestigio y la dignificación que le otorgaron Manuel Aguirre Roca, Delia Revoredo de Mur y Guillermo Rey Terry cuando en 1997 declararon la inconstitucionalidad de la Ley de Interpretación Auténtica, que permitía la re-reelección de Alberto Fujimori. Ha sido, hasta ahora, el gesto más digno y democrático de una institución obligada a ser rectora de la jurisprudencia y defensora acérrima de la Constitución, que consagra las libertades fundamentales y el Estado de Derecho. Fue creada en 1993 por el gobierno fujimorista, pero inició sus acciones en 1996. Sin embargo, de acuerdo con el sistema de elección de sus miembros, el Congreso ha jugado un rol superlativo en su descrédito al someter la potestad de designar a sus integrantes a sus perversas y acomodaticias componendas políticas. Lo último, como se sabe, es la filtración del documento que supuestamente rechaza en parte la llamada Ley Antitransfuguismo, y que ha tenido como triste protagonista al legislador oficialista Gilbert Violeta, acusado de una maniobra vil que, de confirmarse, debería ser objeto de una severa sanción. Además, desde antes de la filtración, han surgido voces irresponsables desde el Legislativo -como la de Mauricio Mulder- que han invocado a desconocer el fallo, como si una sentencia del TC fuese el acuerdo de concejo del balneario de Santa María del Mar. En suma, el TC sigue sumando acciones hacia su deterioro, pero en esa batahola el Congreso tiene un alto nivel de responsabilidad. Es hora de que se empiece a dar cuenta de ello.