En el lustro pasado, cuando el Perú dio cuenta de los diversos actos de corrupción en las obras de inversión pública, específicamente en las regiones, las miradas solo se centraron en el Estado y su labor de fiscalización. Un vistazo parcializado dejó pasar por alto a las empresas privadas. Hoy, el caso Odebrecht nos devuelve la oportunidad de ver las dos caras iguales de la moneda: la de quien recibe coimas y la otra que las brinda.

Ahora nos escandalizamos por el caso Odebrecht porque alcanza las altas esferas del poder empresarial y político, incluidos los tres últimos expresidentes peruanos como parte de la investigación a nivel fiscal y congresal, y porque el hilo de la corrupción no ha comenzado a romperse por la parte más débil (Marcelo Odebrecht, todopoderoso de la firma brasileña, está preso).

Creemos que los órganos de control estatales no han ido midiendo con la misma vara a las entidades públicas y las privadas, siendo las primeras las más golpeadas cuando comienza la lluvia de investigaciones, mientras que las segundas pasan a un plano de ocultamiento inmaculado. Cuando salpica barro, todos los involucrados deben estar sucios.

Aunque las empresas privadas como instituciones de la sociedad no tienen por qué salir perjudicadas por el mal accionar de algunos malos funcionarios o sus propietarios, consideramos que el Estado debe también castigar con sanciones pecuniarias e inhabilitaciones temporales a los responsables directos. Solo así habría una competencia más o menos igualitaria con otras entidades que postulan a ganar una licitación de inversión pública mostrando transparencia en sus actos.

TAGS RELACIONADOS