A la persona debe vérsele desde una mirada holística en todo aquello que tiene de persona. No somos una suma de partes, somos una unidad. Por eso, nos equivocamos cuando olvidamos que funcionamos integralmente y no de manera fraccionaria. Cuando nuestros estudiantes piensan o resuelven problemas utilizando sus capacidades y conocimientos, también experimentan emociones que se van acumulando en sentimientos.

Por otro lado, durante muchos siglos se ha pretendido uniformizar al ser humano obviando que la mayor riqueza que tiene es su diversidad, porque es igual y diferente -al mismo tiempo- a los demás. Pero, además, porque es producto de una complejidad de experiencias y de factores (genéticos y ambientales) que van definiendo su identidad personal-social. Los seres humanos son únicos, no hay dos idénticos en el sentido estricto de la palabra.

Las personas no son seres acabados; por el contrario, deben reconocerse y reconocer en los otros que son imperfectos, con fortalezas y debilidades. Claro está que deben buscar y aspirar a lo óptimo, en una perspectiva de que el presente y el futuro se construyen permanentemente.

Por eso llama la atención que cuando se diseñan, ejecutan y evalúan políticas educativas generalmente se haga mucho énfasis solamente en los diagnósticos institucionales, pedagógicos y de los entornos socioculturales y económico-productivos donde interactúan los alumnos. Y que -en muchos casos- no se desarrollen oportunamente caracterizaciones específicas de acuerdo al desarrollo cognitivo-intelectual y socio-emocional del estudiante, ciertamente contextualizadas en sus realidades específicas, como una unidad que hay que conocer y entender para generar las condiciones básicas pertinentes de educabilidad para formarlo en un contexto de calidad e inclusión.