El rechazo al proyecto de nuevo texto constitucional para Chile nos invita a realizar algunas reflexiones. La Constitución de 1980 se aprobó con la finalidad de iniciar un proceso de transición democrática que fue exitoso, pero no exento de cuestionamientos por parte de sus detractores políticos. La solidez de su Estado de Derecho sostenido por una judicatura de prestigio abonó la seguridad jurídica para captar capital extranjero y crecer sostenidamente como ninguna otra economía en la región. Los números no mienten, los saludables índices macroeconómicos y la renta per cápita más alta de Latinoamérica así lo confirman.

A simple vista, la Carta de 1980 destaca por su sobriedad, 129 artículos sin contar sus disposiciones transitorias. El concepto de “social” aparece, pero sin deseos de difundirlo por el texto. En vez de un capítulo dedicado a los derechos sociales reconoce unas aspiraciones sociales constitucionalmente reconocidas (por ejemplo, los artículos 1, 111 y 118 C.CH) y tampoco se declara un Estado Social y Democrático. Es cierto que los catálogos de derechos sociales en la región pueden devenir en bienes humanos “Cenicienta”, donde gobiernos populistas obran como “hada madrina” para fomentar el clientelismo. Sin embargo, su origen histórico es fruto de conquistas ciudadanas que debieron ser expresamente reconocidas; a pesar que Chile brinda mejores prestaciones sociales que el Perú. El rechazo al proyecto constitucional no es el triunfo de la Constitución de 1980, sino la necesidad de su clase política para descubrir la fórmula de armonizar con prudencia sus aspectos positivos con unas reformas más saludables que ideológicas.