He llegado a creer que solo la selección de fútbol nos une como sociedad, sobre todo en tiempo de victorias. Es como si la pelota fuese el balón de oxígeno en ese trance blanquirrojo en el que entramos, esperando los goles de héroes como el “Depredador”, la “Foquita” o la “Culebra”. Hombres y mujeres, chicos y grandes, sin que nadie nos obligue, compramos la chompa nacional y alentamos a Gareca y compañía, con alma, corazón y vida. Y hasta juramos, ante el mundo entero, “cómo no te voy a querer, cómo no te voy a querer, si eres mi Perú querido, el país bendito que me vio nacer”.

Entonces, sería un golazo de media cancha que esta reconocida devoción pelotera mutara masivamente a un compromiso de salud real y, con la fuerza del corazón como coraza, le bajemos el copete al coronavirus, mostrándole -además- armas funcionales como el distanciamiento físico, la mascarilla bien puesta, el protector facial, el lavado de manos constante y el recogimiento en casa. En aquella lucha por clasificar al mundial de la existencia, arrinconando al virus, debemos recordar el “pensá” del “Tigre” e inyectarle una dosis extra de amor a ese Perú querido que ya registra más de 46,000 hermanos fallecidos.

“Una vez lloré porque no tenía zapatos para jugar fútbol, pero un día conocí a un hombre que no tenía pies”, declaró alguna vez Zinedine Zidane, “Zizou”, actual técnico del Real Madrid. Y es que así es el fútbol, de éxtasis y también de contrariedades; y así es la vida, cada vez en mayor peligro extremo, pero nunca hay que darla por perdida, menos ahora que nos demanda ser sus paladines al estar exentos de la cuarentena. Tenemos un partido aparte con la COVID-19. Y este partido lo jugamos todos.