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Es natural que los profanos de la política y los adoradores del caos revolucionario exijan todos los días que Keiko Fujimori se pronuncie sobre los errores del presidente Kuczynski y su equipo de lujo. Es comprensible que los caviares y sus aliados, los liberales pro-gay que hoy gimotean por Hillary Clinton, sostengan que la líder de Fuerza Popular debe estar en el escaparate de la cosa pública todos los días, porque así es fácil tirotearla desde su monopolio mediático. Es evidente que los enemigos de Keiko quieren torcer sus palabras, desviar sus discursos y malinterpretar sus intenciones. Por eso, precisamente por eso, el bloque libero-caviar necesita la munición de sus expresiones políticas para responsabilizar a Fuerza Popular de todo lo malo que sucede en el Perú.

A esta estrategia maniquea y sectaria, Keiko ha opuesto el gran silencio. El ejercicio virtuoso del laconismo político en un medio caracterizado por la levedad y lo superfluo blinda a Fuerza Popular en lo accidental y permite que los mensajes de la dirección política sean transmitidos solo en lo verdaderamente esencial. De esta forma, Fuerza Popular utiliza a los voceros para la táctica operativa y deja a su lideresa como portavoz de la estrategia, que va más allá de lo partidario y que se interna en el ámbito de lo nacional. Por eso, cuando Keiko habla, le habla al país, no solo a un partido político.

Es poderoso el silencio. Su poder crece en medio de una política caracterizada por el ruido, la queja y la inestabilidad. El gran silencio genera una política aguda y concisa, una fuerza equilibrada y tranquila porque, como decía Plutarco, “un discurso que elimina lo superfluo” otorga seguridad a las mayorías. El que practica el silencio valora la autoridad de la palabra. Por eso, al ejercerla, lo hace con cuidado.

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