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El 6 de julio hemos celebrado el Día del Maestro. Ser maestro es una vocación altísima, una llamada a dedicar la propia vida a colaborar con los padres de familia en la educación de sus hijos. El verbo “educar” deriva de los términos latinos “e-ducere” y “e-ducare” que, en su conjunto, hacen referencia a la acción de suministrar los medios que hagan posible que aflore lo mejor que la persona puede dar de sí misma y, en consecuencia, la conduzcan a su pleno desarrollo. La educación, por tanto, no consiste solo en transmitir conocimientos sino en formar personas. Incluye la tarea de educar la voluntad y promover el uso responsable de la libertad, lo cual se logra fomentando el desarrollo de hábitos buenos, el deseo de hacer el bien y el espíritu de servicio orientado al bien común de la sociedad.

Así entendida, la educación es un proceso que requiere de paciencia y para el cual no basta la velocidad digital en la que el mundo de hoy se está habituando a vivir. Educar implica que los padres y maestros dediquemos nuestro tiempo a las jóvenes generaciones. Educar no significa imponer puntos de vista o comportamientos predeterminados. Significa, más bien, hacer posible que el niño y el joven descubran la verdad, la bondad y la belleza de Dios, del prójimo, de sí mismo y de todo lo creado, de modo que se sientan atraídos por ellas y en ellas fundamenten su personalidad y su vocación concreta en este mundo. La mejor educación, entonces, es la que se hace a través del diálogo, para lo cual hace falta comprender la cosmovisión, el lenguaje y la sensibilidad de las nuevas generaciones. El mejor modelo de maestro es Jesús, que, al mismo tiempo que nos enseña el camino del bien y la verdad, sabe tenernos paciencia cuando nos alejamos de ese camino, y perdonarnos y animarnos a recomenzar cuando, después de darnos cuenta de que nos hemos equivocado, volvemos a él.