En el Perú hay leyes que enervan hasta los tuétanos porque se dieron en respuesta inequívoca a los intereses de una política nuestra ciertamente conchuda, por decir lo menos.

Para empezar, díganme ustedes, ¿por qué diablos tenemos que financiar a los partidos políticos con millonadas salidas de las arcas del Estado, o sea de los bolsillos de todos los compatriotas? ¿Ah? Alguien, de hecho, podría soltar sobre la mesa un alegato en nombre de la institucionalidad, pero lo verídico es que se está desperdiciando dinero que bien puede servir para tener mejores colegios, hospitales o comisarías, que tanta falta nos hacen.

Por lo demás, Dios bendito, ¿acaso ya no es un premio mayor que el pueblo le dé representación a una agrupación en el Parlamento Nacional, donde -como vemos- hay buena comida y mejores sueldos? “Solo los partidos políticos y alianzas electorales que obtienen representación en el Congreso reciben del Estado financiamiento público directo”, dice la norma de marras. Habrase visto. Por eso el famélico Vladimir Cerrón se frota las manos.

Y, claro, ante la escasez de parámetros éticos y morales, con las excepciones del caso desde luego, estos recursos económicos son licuados por los partidos políticos en cualquier cosa, menos en las “actividades de formación, capacitación e investigación” establecidas. Todo es letra muerta para beneficio de los avivatos, que son moneda corriente en estos predios, como hemos visto en sendos reportajes periodísticos.

Bien dicen que con las leyes pasa como con las salchichas: es mejor no ver cómo se hacen para evitar las náuseas. Y es que, como sentenció con maestría Simón Bolívar hace ya bastante tiempo, “los legisladores necesitan ciertamente una escuela de moral”. Entre tanto, la política seguirá siendo un negocio.

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