En uno de sus intensos intercambios epistolares, José de la Riva-Agüero reprochó a Víctor Andrés Belaunde “la crítica de terciopelo” que el diplomático ensayó en La Realidad Nacional contra la obra de José Carlos Mariátegui. Riva-Agüero, valgan verdades, fue injusto, porque VAB hizo entonces lo único que podía hacer: identificó las raíces antropológicas del comunismo de Mariátegui y opuso a su voluntarismo ideológico el realismo posibilista de la doctrina social de la Iglesia. Sin embargo, es cierto que el tono de Belaunde era todavía el de un contrincante que se enfrentaba a un rival incierto, porque la izquierda peruana recorría su etapa auroral.
La crítica ha sido completada de manera nada aterciopelada por el magnífico libro que Aldo Mariátegui ha publicado en olor de multitud hace una semana. El octavo ensayo no se detiene en el examen de las raíces antropológicas del marxismo. Mariátegui, el joven, avanza décadas y pisotea a la izquierda en lo que más le duele, su praxis, su realidad, su historia verdadera, utilizando uno de sus mantras preferidos: la evidencia científica. Así, El octavo ensayo es el manifiesto cronológico, objetivo y desgarrado de un verdugo liberal que primero fue víctima (como todos nosotros) de los grandes desastres generados por la progresía de este país.
Los errores de la izquierda señalados por Mariátegui desviaron la historia del Perú. Y los errores siempre tienen autores. Tras despedazar a las diversas herejías comunistoides que inspiraron las más grandes memeces y los más bajos crímenes en nombre del trilema revolucionario, Mariátegui nos deja un documento impagable: la larga lista, con nombre y apellido, de los malditos responsables de los orgasmos progresistas. Allí figuran, en toda su mediocridad, los abyectos mermeleros de las ONG, los pulpines de Villarán y los falsos intelectuales de panteón de la ex PUCP. El octavo ensayo, querido joven peruano, es la vacuna perfecta contra el gonococo rojo de la más abyecta estupidez.