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La apoteósica visita del papa Francisco ha dejado algunos conceptos importantes. El primero, que es quizá el Perú el país que mantiene las raíces católicas más arraigadas en la región, tanto por número de fieles como por la intensidad de su fe y de sus creencias, asentadas además en sus cultos locales que, como el Señor de los Milagros en Lima, se multiplican por todo el territorio. Está luego el hecho de que, a diferencia de otros países como Chile, las denuncias de abusos sexuales de los líderes del Sodalicio como Luis Figari a sus jóvenes integrantes pueden haber alcanzado -con justificación por su gravedad penal y moral- gran repercusión mediática; pero no han calado en la masiva feligresía, que parece haberlo tomado como un hecho aislado, sin relación con los líderes de la Iglesia y que no tendría por qué mermar las bases de su inquebrantable fe. Ciertamente, hay también en el Perú una importante juventud iconoclasta, descreída o agnóstica que bajo una tendencia ideológica mueve las redes y atiza las tendencias hacia un distanciamiento que lleve al Estado a enfatizar una posición laica que margine al catolicismo. Sin embargo, es igual de cierto que sus posturas siguen sin trascender y sus movimientos evidencian severas restricciones. A este paso, está claro que el maremagnum conservador en el que se sostiene el vigente cristianismo hace imposibles los cambios fundamentales que esas corrientes buscan imponer, como el matrimonio civil entre personas del mismo sexo. La foto más panorámica de la Base Aérea Las Palmas el último domingo a las 4 de la tarde, la vigilia permanente en la Nunciatura y los millones de personas que desafiaron el calor y el cansancio esperando incólumes por horas el paso de Francisco solo para verlo o apenas decirle adiós demuestran que el Perú está lejos -¿muy lejos?- de estar preparado para eso.