Una de las definiciones de plagiar que consigna la Real Academia Española es la siguiente: “copiar en lo sustancial obras ajenas, dándolas como propias”. Por tanto, es hacer pasar como propio aquel activo intelectual que le pertenece a otro. Es un robo intelectual, en otras palabras, que más allá de si es penalizado o no de acuerdo a tal o cual legislación, es, a todas luces, por lo menos una falta ética. Y que es más grave en tanto más extenso sea, como cuando se trata de una tesis de grado, un documento que acredite competencias y capacidades para desempeñar una profesión o un saber específico con credencial de profesional.

Plagiar en un examen también es inadmisible. Pero podría aducirse que se hizo en una pregunta o como reacción desesperada por “ese puntito que faltaba”. Igual es inaceptable y también una falta ética. Pero el plagio de una tesis reviste otros elementos adicionales que lo configuran como un acto que revela un déficit estructural de capacidad moral. Para plagiar nada menos que una tesis, digámoslo en lenguaje lato, hay que “tener estómago”. Sangre fría. Frescura, para no decirlo groseramente. No es un mero acto de desesperación de un atribulado estudiante necesitado de aprobar una materia para sostener su beca universitaria, por ejemplo. Situación que tampoco justifica la copia. Pues bien, menos la otra entonces.

Hay algo más. La tesis de grado acredita a un profesional. Por tanto, aprobarla significa que la universidad es fedataria de ese profesional y de sus capacidades. El plagio entonces burla la confiabilidad sobre un profesional. Y por desgracia, de paso, a otros profesionales de la misma institución.

Cuando se ciernen siquiera sospechas de plagio de una tesis de un presidente, todo lo anterior se multiplica en un grado superlativo. En ese caso, todo se zanja si se permite la revisión pública de esa tesis. Porque ese presidente debiera ser el principal interesado en que su nombre se limpie. Pero además, porque tendría un arma de contraataque a sus opositores absolutamente devastadora.