La reciente elección de magistrados del Tribunal Constitucional fue un éxito por el consenso obtenido entre las distintas bancadas después de tantos años de intentos de reemplazar a quienes tenían mandato vencido. Fue una grata sorpresa cuando los pronósticos eran lúgubres. Y como siempre no faltan las críticas y la discusión de que la elección sea sustraída del Congreso y recaiga sobre un órgano especialmente comisionado para el nombramiento como sucedió con la Junta Nacional de Justicia. Pero el tema no solo va por ahí. Debe asegurarse que el voto que determine la elección se ciña al objetivo de buscar la excelencia en todas las etapas del proceso. Que un voto no se convierta en veto ideológico o político y excluya personas no por evaluación imparcial sino por subjetividad y carga personal, que vician el proceso. Porque un encargo superior como el de seleccionar altos magistrados debe cumplirse conforme a los lineamientos jurisprudenciales de la Sentencia del TC 0090-2004-AA/TC que dispone que las facultades discrecionales atribuidas a una autoridad pública no pueden ser ejercidas arbitrariamente y exige decisiones suficientemente motivadas, que respeten la legalidad y los elementos de razonabilidad, imparcialidad, oportunidad, conveniencia, necesidad o utilidad; amén de las valoraciones técnicas que concurren en el proceso. La razonabilidad excluye la arbitrariedad que es esencialmente antijurídica, el reverso de la justicia y el derecho. No debemos aceptar conductas que se conviertan en precedentes nefastos como el sucedido en mi caso personal. Aludo al voto de la congresista Ruth Luque que se permitió agraviarme con 3 puntos sobre 15 en idoneidad moral, y 1 punto sobre 10 en trayectoria profesional para impedir mi pase a la elección final. Ninguna motivación puede respaldar tal arbitrariedad que distorsione un proceso de interés nacional.