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Ayer estuvo en Lima el líder opositor venezolano Henrique Capriles, dos veces candidato a la Presidencia. Su causa y, con ella, el problema de Venezuela no tiene nada que ver con cuestiones ideológicas. El asunto real en su país es que la gente se muere de hambre, que no hay medicinas y que la violencia ha vuelto de Caracas, su capital, la ciudad más insegura del mundo. Es verdad que el modelo económico por el que apuesta un gobierno está fundado en la ratio ideológica, pero esto último en el país llanero ya no importa. Pegado a este problema de fondo, está el asunto del derecho, no menos importante. Me explico. Mientras que, a pesar de las peculiaridades del desaparecido Hugo Chávez, de quien nadie podía objetar que no hubiera ganado las elecciones en forma regular -Estados Unidos fue el primer país en reconocer sus victorias electorales y cuidé siempre de nunca referirlo de dictador-, el señor Maduro desde que asumió el poder, casi por transmisión dinástica como en la Edad Media, fue un presidente ilegítimo. Su cuestionado ascenso al poder tuvo desde el comienzo vicios jurídico políticos sustantivos. En Venezuela la práctica del atropello de derechos ha sido transversal y hasta diría que institucionalizado, y por esa razón las normas jurídicas están en el suelo. Cuando Capriles en su desesperación dice a los políticos peruanos que “los invito para que vean las enormes colas que hay en Venezuela”, está llamando la atención de un problema concreto y sobre el cual aspira contar con una posición de Estado -a eso se llama política exterior peruana sobre Venezuela- y ello no significa asumir una actitud fundada en la carga ideológica pues sería un inaceptable prejuicio. Al gobierno de Maduro no se lo condena por ser de izquierda o por pregonar el antiimperialismo, sino por ser incapaz, antidemocrático y gendarme con su gente y con el derecho, y frente a ello, jamás se puede callar.