Durante años la guerra civil política que padecemos ha abonado el terreno para que todas las atrocidades habidas y por haber se cometan en nombre del pueblo. En nombre del pueblo se violó el Estado de Derecho, pulverizando sus garantías legales. En nombre del pueblo se persiguió a los opositores desde medios de comunicación controlados por una camarilla ideológica. En nombre del pueblo se instrumentalizaron organismos teóricamente independientes convirtiéndolos en peligrosas extensiones de un aparato represor. Y en nombre del pueblo fueron vetados candidatos, partidos, movimientos y liderazgos. De aquellos polvos vienen estos lodos.

Ahora todos parecen olvidar el mantra repetido por el vizcarrismo y sus defensores mediáticos y políticos: “tal vez no es legal, pero es legítimo”. Una pretendida legitimidad popular (lo deseado por una supuesta mayoría) se impuso sobre el Derecho, conculcándolo, minimizándolo y destruyéndolo. No faltaron los “juristas” de ocasión que avalaron la muerte del debido proceso y la violación de la presunción de inocencia. “Tal vez no es legal, pero es legítimo” supuso en la práctica la relativización de los fundamentos democráticos y de la propia Constitución (el discurso de lo fáctico) lo que nos trajo al umbral del populismo. Por eso no sorprende que el “tal vez no es legal, pero es legítimo” ahora se ha transformado en “haré lo que diga el pueblo”. Es su conclusión natural. “El pueblo”, es decir, una ficción supuestamente mayoritaria, es el recurso al que apelan todos los populistas y las dictaduras de manual.

Del populismo nace siempre el autoritarismo. El populismo acaba con la ley y destroza la economía. El populismo polariza y destruye la convivencia social. Esto lo buscamos juntos al avalar el discurso del odio a la oposición.