En una democracia como la nuestra, las ciudadanas y ciudadanos son iguales ante la ley. En teoría, cuentan con la misma capacidad para ejercer sus derechos y desarrollarse. Sin embargo, en la práctica existen desigualdades económicas, sociales y culturales que limitan esto. Un gran ejemplo son las dificultades que afronta cotidianamente la población afroperuana en nuestro país. Los problemas raciales estructurales aquí no son muy distintos a los que hemos visto evidenciados en otras latitudes.
En el Perú, alrededor del 4% de la población se identifica como afroperuana, según el Censo del 2017. Solo el 11.5% de ellos cuentan con estudios universitarios, mientras que en el resto de los grupos poblaciones esta cifra llega a casi el doble, 22.1%. Es una diferencia reveladora y preocupante.
Y si las barreras educativas no fuesen suficiente, se ha probado que también existe marginación en las oportunidades laborales. Un estudio del 2015 de la Universidad del Pacífico demostró, enviando miles de CVs ficticios a convocatorias reales de trabajo, que una persona afroperuana recibe 38% menos respuestas que una persona blanca con niveles similares de educación y preparación, al aplicar a un puesto profesional.
El problema del racismo - que también afecta a otros grupos, como los pueblos indígenas amazónicos y andinos - está presente en nuestra sociedad desde su origen. A poco más de un año del bicentenario es importante que lo enfrentemos con firmeza. El primer paso de ello es reconocer el problema y hablar sobre cómo nos afecta. El racismo se nutre del silencio para hacerse más fuerte y seguir instalado en nuestra vida cotidiana. Es hora de decirle - de decirnos - basta.