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La decisión del presidente Martín Vizcarra de disolver el Congreso está en el limbo de la legalidad. Lo dicen connotados constitucionalistas y la propia Organización de Estados Americanos (OEA). Sin embargo, lo que está fuera de toda duda es que el Parlamento de mayoría fujimorista, pese a su legitimidad legal, que emana de las urnas, ha sido uno de los más nefastos e impresentables de las últimas décadas, y queda claro que el rechazo se lo ha ganado a pulso y por mérito propio.

Los vimos desde el inicio de su mandato, cuando fueron saliendo a la luz los títulos universitarios falsos de algunos, las denuncias penales ocultas de otros, la prepotencia manifestada en chats como “Mototaxi” y “La Botica”, la protección que se dio al fiscal Pedro Chávarry pese a estar bajo una investigación, las actitudes de Héctor Becerril con sus líos en el norte, el blindaje a Yesenia Ponce mientras era “naranja” y el pobrísimo nivel político de Esther Saavedra.

Pero el desmadre no solo vino de Fuerza Popular y de gente como Moisés Mamani. No olvidemos al prófugo Edwin Donayre, del partido de César Acuña; a Yonhy Lescano, de Acción Popular, suspendido por acoso; a Daniel Salaverry, que de fujimorista a ultranza se fue a la otra esquina, dejando serias dudas sobre el motivo de su transformación; a Roberto Vieira y sus “negocios” pesqueros con su primo; o a la bancada de Peruanos Por el Kambio (PPK) fraccionándose una y otra vez.

Imposible dejar de lado a la “reserva moral”, esa izquierda chavista y villaranista que tiene integrantes que coquetean con el terrorismo, al extremo que llevaron a trabajar al Parlamento a una sanguinaria emerretista. Ellos también son responsables del grito callejero que dice “que se vayan todos”, por más que ahora aparezcan en las plazas dando saltitos y celebrando, como si no fueran parte de esa clase política que la mayoría rechaza.

Si hemos llegado a todo eso, en gran parte es por el tipo de Congreso que vemos agonizar. Han existido Parlamentos muy malos en años anteriores, pero el último cruzó toda línea y generó indignación. A esto se suma un Ejecutivo que creyó que en el pedido de la gente de la calle estaba una legalidad hoy puesta en discusión. El cóctel ha sido nefasto para la continuidad democrática, que está siendo cuestionada, y habrá que ver cómo salimos de esto.