Durante los últimos años, la mayor parte de los peruanos pensamos que al guardián socrático se le encogieron las boloñas debido a tanto colesterol made in Godiva, pero resulta que en los últimos días, digitado por un titiritero troskista que se alucina Farinelli, ha resurgido con fuerza la sombra vergonzosa del capitán Carlos. El presidente no actúa como presidente. Humala ha retornado a la época en que hizo creer al electorado que era una persona con mando, con autoridad moral (la honestidad para hacer la diferencia) y capacidad suficiente para ocupar Palacio de Gobierno. Así, dirigido por las mismas manos que lo llevaron a un cargo que le ha quedado grande, Humala ha decidido que su trabajo ya no es gobernar el país sino regresar al oficio más cómodo de estrella electoral.

Mientras Humala abandona definitivamente el timón del gobierno y lo reemplaza por el cañón de la elección, el país continúa a la deriva. Al presidente se le paga por gobernar, no por atacar con una chaveta. Es más, en medio de una coyuntura particularmente delicada como la que atravesamos, el Perú necesita un presidente que no se preste a servir de pieza en el ajedrez político de un turbio asesor que pretende llevar a Palacio a otra de sus creaciones.

Ya sabemos la calidad de los productos que factura Favre. Allí está la inefable Villarán, un fracaso insuperable en la alcaldía de Lima. Allí están los Humala, responsables de un lustro a la deriva. Y ahora, porque hay plata como cancha, de la fábrica de Favre nos lanzan otra estrella que más parece luz de neón. Sobre Favre no hay dudas: sus triunfos son derrotas para el Perú.