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El proyecto de ley “Experiencias formativas en situaciones reales de trabajo”, de la congresista Rosa Bartra y aprobado por la Comisión Permanente del Congreso, es una completa vergüenza. El costo de ser pobre vuelve a mostrar el dominio de quienes tienen poder o están a su servicio. Lo he leído de comienzo a fin y, aunque la señora Bartra quiera justificarlo, la fujimorista ha sido desnudada en sus entrañas por su perfil de ultraconservadora del siglo XIX, despreciando de la base social a los que menos tienen, siendo paradójicamente los más emergentes. Los que hemos sido pobres tenemos autoridad moral para tirar al tacho la abominable iniciativa. Marisa Glave -que no es santa de mi devoción- dice que el proyecto “legaliza la explotación” y eso es verdad. Los jóvenes que estudian carreras técnicas en institutos superiores son menospreciados sin compasión. Mientras la tendencia en el mundo es reconocerles derechos -la Unión Europea exige que durante la etapa formativa los practicantes sean contratados y remunerados como sucede en Francia desde el 2014-, a la retrógrada parlamentaria se le ocurre lo contrario. ¿Qué ser humano puede dar su talento hasta por tres años produciendo para una empresa sin recibir nada a cambio? Si la Organización Internacional del Trabajo (OIT) reconoce que las pericias son alcanzadas hasta en 8 meses de entrenamiento siempre pagados, ¿será justo mantener sin estipendio a un practicante hasta por 3 años? Tampoco cuentan con seguro más aún cuando dichas prácticas se realizan en condiciones de mayor riesgo -talleres, fábricas, etc.- que las de otros pasantes, como sucede en Colombia desde el 2002, donde es obligatorio que estén asegurados y afiliados al sistema de riesgos profesionales. El proyecto no solo confirma que los autores no leen las novísimas doctrinas del derecho laboral ni sus avances en el derecho comparado, sino que expone su sesgo discriminador y clasista de varios siglos; porque solo valoran a los futuros “doctorcitos” pagados por solo egresar de las carreras universitarias. Así nunca seremos un país industrializado. Imperdonable contradicción.