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El título de esta columna no es en sentido figurado, ni se trata de una frase con connotación política. Por más difícil de creer que sea, esto es literal. El expresidente Alan García ha muerto tras pegarse un tiro en la sien una vez que supo que la Policía había llegado a su casa de Miraflores para detenerlo de manera preliminar, en base a una hipótesis del Ministerio Público que lo vinculaba con dineros entregados por la corruptora Odebrecht a través de gente de su entorno.

La trayectoria política del exmandatario García es muy dilatada. Se inicia en sus épocas de constituyente a fines de los 70 y su paso por la Cámara de Diputados en la primera mitad de la década del 80. En todos los años posteriores, que incluyen dos mandatos por elección popular, dos postulaciones presidenciales frustradas y casi diez años de exilio entre Bogotá y París, el hombre cosechó rechazos y adhesiones que la historia sabrá juzgar y poner en su justa dimensión.

La forma en que el expresidente García decidió acabar con su vida en la mañana de ayer fue una decisión personal. Sin embargo, lo sucedido debe llevar a la reflexión sobre el modo en que está actuando la justicia. Me refiero en especial a la facilidad con que se viene dictando prisión preventiva. Es evidente que fiscales y jueces no son responsables de la última decisión del exmandatario, como han dicho en caliente, comprensiblemente, algunos apristas. Pero acá hay tema de análisis.

Tras la detención preventiva del expresidente Ollanta Humala y de su esposa, el Tribunal Constitucional (TC) dio restricciones al Poder Judicial sobre ese tipo de medidas. Más tarde vimos el arresto de Keiko Fujimori sin ser objeto aún de una denuncia penal, pues su caso está en la etapa de investigación preliminar. Hace pocos días le tocó al exmandatario Pedro Pablo Kuczynski ser sometido a la misma disposición pese a su edad y a que no había indicios de fuga.

Los responsables de actos de corrupción deben pagar sus culpas de acuerdo con las decisiones del Poder Judicial, pero sin apresuramientos, excesos ni privaciones de libertad sin la debida justificación legal. El lamentable suicidio de una persona que ha sido dos veces presidente del Perú, y además un actor político muy relevante desde hace casi 40 años, debe abrir un debate sobre cómo se viene aplicando la justicia en nuestro país. Es el momento.

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