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Lo propio de las revoluciones jacobinas es la imposición del terror. El jacobinismo actúa fomentando la cultura de la sospecha y apuesta por la destrucción total de sus enemigos políticos a través de falsos procesos judiciales revestidos con una pátina de legalidad. Estos juicios populares suelen ser apoyados por masas golpistas ansiosas de sangre y revancha. La liquidación de la clase dirigente es el anhelo de los pueblos que en vez de liderazgo solo han experimentado traición o indiferencia. El terror solo es efectivo en sociedades abonadas por el resentimiento y la anomia, y cuando la mecha prende en entornos así, el fuego tarda en apagarse.

Pero se apaga. Y cuando lo hace, cuando cesa el momento jacobino, el mismo pueblo que jaleó a los miembros del comité de salvación publica decide que ellos también deben perecer por sus excesos. Así, la revolución termina devorando a sus propios hijos. En este punto, el camarada Cronos es inexorable. El pueblo siempre busca responsables y cuando los responsables de la clase dirigente han perecido por su ingenuidad, su torpeza o su plena responsabilidad, las masas asestan el golpe a los que han ocupado su lugar. El que dirige siempre es culpable según esta lógica maniquea que se apodera de los pueblos en los instantes de crisis y perversión.

El terror siempre tiene fecha de caducidad. Pero mientras campea a sus anchas en una comunidad política, genera caos y delaciones premiadas. Más temprano que tarde Robespierre caerá hundido por sus propias contradicciones, jaleado por los que hoy lo aplauden, porque nada es más volátil que la esquiva voluntad popular.