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Estamos bajo el impacto de la larguísima audiencia en la cual Richard Concepción Carhuancho desarrolló los fundamentos para la prisión preventiva por 36 meses contra Keiko Fujimori, por presunto lavado de activos. El sismo político es de proporciones. La primera fuerza parlamentaria comienza a hacer agua, afectada por desorientación, desbande y preocupación extrema, al punto que la Junta Directiva emanada del fujimorismo ya no responde a su cúpula con el argumento plausible -aunque bastante artificial- de la imparcialidad. Después de más de dos años de avasallamiento naranja, aparecen tardías conciencias de unidad nacional, de diálogo, de sensatez desconocida sin mucha credibilidad.

El fujimorismo asimila el golpe, mientras Daniel Salaverry busca perfil propio y trata de defender la institucionalidad parlamentaria con el aplauso de la oposición. No hay confrontación con el Ejecutivo, salvo por las diferencias respecto del fiscal de la Nación convertido en personaje clave de todas las disputas y de todos los miedos. Da la impresión de que “Lava Jato” genera más temores y convulsiones de lo que muchos se atreven a admitir. Esta polarización política no es ideológica ni política; es simplemente defensiva, frente a las culpas y a las prisiones que podrían alcanzar a diversos sectores y líderes. Dentro de ello, se llega a extremos como la abierta crítica y hostilidad del fiscal José Domingo Pérez contra su jefe institucional. Algo inadmisible. La respuesta de Pedro Chávarry ha sido incluso más grave, pues usa como escudo el tema Chinchero, demasiado sensible porque podría alcanzar al mismo Martín Vizcarra. Y a partir de ahí se anuncian presuntos escenarios golpistas y movidas militares. Lo peor que podría pasar sería la fujimorización de Vizcarra, desde que no tiene partido y podría buscar soporte castrense. Lo único sensato es la aproximación política, el diálogo y la movilización en defensa de la democracia, así como del equilibrio y de la autonomía de las instituciones.