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El vínculo histórico entre el Reino Unido y Estados Unidos tuvo en las elecciones de ayer un nuevo eslabón. Y es que un mensaje implícito del ascenso de Donald Trump en las internas republicanas y su posterior candidatura presidencial es el rechazo visceral y sin contemplaciones a la presencia de migrantes de distintos países, sobre todo de AL, en el país de las oportunidades, y a los que el cavernario de Trump atacó de manera inmisericorde. El problema no fue que un loquito irascible y autoritario pensara de esa forma, pues los hay, y muchos, en Estados Unidos; el tema fue que ese mensaje caló y le sirvió para llegar a lo más alto de la plataforma política de su partido. Ahora vamos al punto de enlace. En el Reino Unido, el 24 de junio de este año, contra todos los pronósticos, se impuso el Brexit. Con él, la decisión de iniciar un proceso para que esa zona del mundo se independice de Europa y de su laxitud legislativa al acceso de migrantes de otros países, sobre todo del este de Europa (Polonia, Hungría, República Checa, etc.). El punto que detestan los ingleses es que los trabajadores europeos tengan derecho a buscar empleo en cualquier país de la unión y, de obtenerlo, ejercerlo sin permiso legal. Aunque EE.UU. pone más restricciones a los latinos, el discurso de Trump se centra en la pérdida de empleo de los americanos ante los inmigrantes latinos y combate su llegada, según él, ataviada de delincuencia y narcotráfico. Eso hizo que el misil de la campaña de Trump apuntara contra 35 millones de hispanos, 20 de los cuales son mexicanos. Por eso ahora, más allá del deseo generalizado de que Trump pierda, debemos ser conscientes de que un mundo distinto y enigmático empieza a emerger. Un mundo más egoísta y ensimismado, que rechaza algunos términos de la globalización. Deberíamos empezar a prepararnos para ello. 

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