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El divorcio entre la clase dirigente y el pueblo peruano se ha profundizado en el último siglo. La crítica realizada por los novecentistas a la élite peruana continúa siendo válida. Nuestra clase dirigente no ha sabido diseñar e implementar un auténtico proyecto nacional. El Perú no tiene un objetivo concreto, un mito movilizador, una utopía indicativa. Si el cerebro nacional no piensa, el cuerpo permanece inmóvil. Esta patología, lejos de mejorar, ha empeorado, provocando que el país llegue al Bicentenario convertido en un cuerpo amorfo, de crecimiento desigual, sin voluntad de poder, condenado a ser un convidado de piedra en el escenario internacional. La claudicación de la élite ante su misión histórica ha castrado al país durante dos siglos.

El Bicentenario constituye una buena oportunidad para reconfigurar nuestros objetivos nacionales. Para eso hace falta la regeneración de la clase dirigente. El retorno a los principios que movilizaron la creación del Perú pasa por formar a una nueva generación de líderes que apuesten por el bien común e identifiquen correctamente las soluciones para los problemas seculares del país. Una clase dirigente que encarna los valores de una posmodernidad extranjerizante asegura nuestra dependencia con respecto a otras potencias. El patriotismo es un valor fundamental, así como el pleno conocimiento de lo que piensa la población, que es gobernada por una élite concreta. Las naciones decaen cuando sus élites ignoran lo que piensa, siente y necesita el pueblo. He aquí una constante de la historia nacional.

La creación de una nueva clase dirigente implica un esfuerzo de introspección y, eventualmente, un acto de grandeza. La política partidista debe enfocarse en la renovación de la élite nacional.