Todo va llegando a su final en esta primera etapa de la campaña electoral, en medio de un fuego graneado de insultos, diatribas, desplantes y en donde los electores parecen ser lo menos importante.

Alfredo Barnechea, que se perfilaba bien, dejó al descubierto su verdadero yo, mostrando su poco interés en el contacto con la gente de a pie; conducta que lo alejó de sus eventuales seguidores. De su propuesta de renegociar los contratos del gas no sale, ni de su recurrente recuerdo a lo que hizo Fernando Belaunde, un presidente del cual casi nadie se acuerda.

Por su parte, Keiko Fujimori sigue con su plan trazado, haciéndose la muertita, viajando a cuanto pueblito puede y segura del voto duro conseguido a lo largo de una campaña permanente desde hace cinco años, pero preocupada por lo que se viene el 5 de abril, fecha negra en la historia de nuestro país y que le puede explotar en la cara.

Pedro Pablo Kuczynski se cansó, no sé si por la edad, pero su estancamiento en las encuestas demuestran pocos reflejos políticos y poca paciencia para aguantar el training de este tipo de campañas, que distan mucho de las que se hacen en Suiza.

Verónika Mendoza ha sido la gran beneficiada, porque no ha parado de crecer desde su menospreciado 2%; a más insultos, más aceptación, y porque probablemente es quien mejor ha capitalizado el voto indeciso gracias a los errores de sus adversarios.

Y la cereza en la torta fue la torpe intromisión de monseñor Javier del Río, inventando un nuevo pecado, “el pecado electoral”, amenazando a sus fieles con el fuego divino si votan por Verónika o Barnechea. Así está el panorama.