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El Estado peruano afronta una dura prueba con el conflicto de Las Bambas. Aspectos legales, políticos, económicos y sociales están en juego. La empresa quiere reanudar sus actividades, muy rentables; las autoridades regionales, pacificar lo más pronto posible a una población dispuesta a todo para defender sus derechos. La economía nacional ve paralizado un polo de desarrollo que aporta un inmenso porcentaje del PBI, como bien lo ha señalado el presidente del BCR. Y el Gobierno quisiera soltar pronto esta papa caliente que podría terminar en un inmenso drama. Todo se junta para generar un polvorín en uno de los departamentos más pobres del Perú. La mayor riqueza y la mayor pobreza en un solo espacio.

Se requiere un análisis profundo y exhaustivo. En un Estado de Derecho, las normas deben ser cumplidas; pero en un conflicto tan largo, desde el 2015, donde ya hubo comuneros muertos, toca al Gobierno asegurar una política de desarrollo territorial, de zonificación ecológica y económica. En el origen, está la sustitución del mineroducto -inicialmente acordado en el Estudio de Impacto Ambiental- por una carretera no asfaltada que genera alta contaminación debido a los cientos de camiones diarios de carga que pasan sobre terrenos que tampoco han sido justipreciados ni pagados a sus propietarios, que son diversas comunidades.

Las Bambas no es ni será el último conflicto social minero en el país. Corresponde incrementar la presencia del Estado en zonas de actividad minera, mejorar la transparencia y la participación ciudadana o comunal mediante controles más adecuados en la certificación ambiental, y reducir los desequilibrios entre los intereses de la población, de la empresa y del Estado de Derecho.

Se impone una tregua que comience por la liberación del presidente comunal, Gregorio Rojas. Y -sin represión ni violencia- ingresar al diálogo con presencia de la Iglesia y de la Defensoría, de manera transparente y con interlocutores directos.