El secretario de Estado de los Estados Unidos de América, Rex Tillerson, vino al Perú. Dos datos deben ser valorados para la reflexión a propósito de su llegada a nuestro país en el marco de una gira por algunos países de la región. En primer lugar, todos los medios se refieren a la posibilidad del viaje de Donald Trump a la Cumbre de las Américas faltando, en consecuencia, la “decisión final” del propio Trump. Así las noticias, entonces, pareciera que el mandatario neoyorquino no vendría a Lima. De ser así, su ausencia en la reunión hemisférica podría ser apreciada como un retroceso en la connotación ascendente que han venido teniendo estas cumbres en la medida que últimamente sí se ha contado con la presencia del jefe de Estado estadounidense, como sucedió en la de Panamá (2015), a la que asistió Barack Obama. Está claro que Trump no va a exponerse a un mal rato considerando las malísimas “formas” y el carácter impredecible de Nicolás Maduro, el dictador de Venezuela. Si las noticias, en cambio, hubieran asegurado que vendría, otro sería el escenario, y ciertamente menos imprevisible o, si se prefiere, más calculador. En segundo lugar, que Tillerson -con respecto a la conveniencia de si debe o no asistir Maduro a la cumbre- haya afirmado que dicha invitación “es un asunto que le corresponde decidir al Estado peruano”, en realidad lo que está confirmando es que la soberanía del Perú es absoluta para organizar esta reunión internacional, por lo que siempre fue un error sostener que la cumbre no fuera dependiente del Perú o, si se prefiere, a pesar de celebrarse en Lima, que nosotros no teníamos la última palabra. Tillerson es muy sensato, por eso ha reconocido que el Perú tiene la última palabra, algo que siempre fue así. Si uno revisa la actitud de la diplomacia de la Casa Blanca en eventos internacionales del pasado, tendríamos que concluir que la decisión ya fue tomada, pero aún no la sabemos.