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Esto no va a terminar bien (o mal, según donde te ubiques) porque las fuerzas que disputan la hegemonía del poder político ya perdieron la compostura, la capacidad de guardar las apariencias. Y hasta el periodismo, usualmente francotirador y observador de balcón, se ha visto obligado a tomar posición. El asunto es que con la corrupción no puedes darte el lujo de no tomar partido; o te mojas o estas a sueldo de los corruptos. Entonces, ante cada nuevo audio, si colocan un ministro, jura un nuevo fiscal, o comprometen a otro congresista, el periodismo completa su comprensión del hecho observando a qué protagonista le gusta o le disgusta.

La polarización y simplificación de los buenos y los malos se complica cuando constatamos cuán inexistente era la división de los poderes. A muchos de los que he escuchado promover ardorosamente la separación del Estado y de la Iglesia (lo cual me parece muy sano y le hace bien a los dos), veo que no han tenido reparos en unir, en vez de separar, la política de la justicia, Palacio de Gobierno del Palacio de Justicia. Aderezada, ademas, con el poder de la violencia y del dinero de la delincuencia (droga y bandas). En esta mesa de varias patas, solo están quedando libres la Iglesia Católica (que anda en otros problemas) y los militares, que hacen bien en dedicarse a lo suyo. Ya bastante embarrados los dejaron muchos de sus altos mandos, hoy presos o prófugos con cuentas en paraísos fiscales. La última y más importante pata de esta mesa es la gente de la calle. No hace mucho, algunos de mis amigos hablaban de hacer bajar a los cerros para defender el indulto, y no bajó nadie. Ahora no ven con simpatía que los cerros bajen a repudiar la corrupción. Esto no va a acabar bien (o mal), según donde te ubiques.