GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3
GF Default - Imported ANS Video id=8fad72e5-655c-428e-943a-9ce73bbf09d3

Los famosos octógonos ya están hoy entre nosotros. Están ahí en las botellas de nuestras bebidas, en los frascos y las bolsitas con los productos que consumimos. Han entrado en rigor con la Ley de Alimentación Saludable para quedarse y, de pronto, todo un paradigma nacional comenzó a cambiar.

Este etiquetado octogonal cumple la función de informar sobre el exceso de azúcar, sal y grasas saturadas o trans en los alimentos industrializados; algo que parece fundamental en un país cuya población suele tener malos hábitos alimenticios. Y por eso muchos aplauden la norma, aunque también la saludan con asombro: no son pocos quienes recién caen en la cuenta de lo nocivo que eran sus bocados favoritos.

Sin embargo el camino para que esta nueva medida entre en vigencia no ha estado libre de obstáculos. Cuando el pasado gobierno de Ollanta Humala promulgó la ley, una horda de críticos desde distintos medios y espacios fustigó la norma. Políticos, congresistas, el gremio empresarial, periodistas y otros argumentaban que atentaba contra la libertad comercial, que era estatismo puro y duro y que era una ridiculez progresista. Invocaban, en nombre de la libertad, que la mano invisible del mercado y la voluntad espontánea del consumidor lo resuelvan todo. Como si cuidar la salud de la población no fuera una obligación del Estado.

Hoy la percepción ha cambiado en gran medida. Quienes se oponían enérgicamente se han acallado, parecen haber dejado en el olvido sus críticas ácidas. Quizás la ola positiva en torno a los octógonos los sumergió en el mismo mar, después de mostrar resistencia.

¿Quién cree hoy que las sombrías advertencias en las cajetillas de cigarros o en las bebidas alcohólicas atentan contra la libertad empresarial y son dictatoriales? Los alimentos industriales también matan. Y la vida y la salud son más importantes que cualquier ideología u ortodoxia liberal.