En los sistemas políticos altamente centralizados, la flexibilidad se obtiene mediante la sucesión. Cuando alguien tiene el poder, nadie se lo cuestiona, o si lo hacen, sirve de muy poco. Cuando las objeciones, las críticas, tienen efecto, es porque ya perdió poder y ha comenzado a transferirlo hacia el crítico, sea opositor o no.

El Virreinato del Perú fue un claro ejemplo de poder altamente centralizado. Los virreyes eran tan fuertes que, mientras ejercían el poder, era prácticamente imposible controlarlos. Por eso se estableció el denominado “juicio de residencia”, que cada virrey tenía que enfrentar al concluir su mandato. Una de las principales funciones del nuevo virrey era juzgar al virrey saliente. Este mecanismo permitía sobre todo derivar el descontento propio del desgaste político hacia el antecesor y dejar “limpio” el inicio de la nueva gestión.

Se consideran tres vías clásicas para cuestionar el poder: la crítica, el control y la oposición. En democracias pluralistas como la nuestra, la crítica no sirve de mucho en el líder que pierde, menos aún cuando este ya fue derrotado. La crítica es más eficiente cuando el líder está vigente. El momento es también importante. Poco importa el pasado o el futuro. El control mediante los organismos ad hoc, la justicia o la prensa tiene que aplicarse en el presente. Lo más importante es lo que pasa, no lo que pasó o lo que pasará. Es que la libertad tiene que vivirse cada día.

Por estas condiciones es que en esta etapa del proceso electoral es conveniente ese exorcismo que limpie la cancha para la próxima administración. Ese proceso de sanación que no debe confundirse con la guerra sucia, aunque toda limpieza incluya sacar mugre.