En 1955 el gobierno de Manuel Odría propuso al Congreso una reforma constitucional que reconozca el derecho a voto de las mujeres. Aunque usted no lo crea hubo cuestionamientos como este: “Si no han de darse las garantías para una elección libre e irrestricta, ¿cómo se explica entonces que se dé el voto a las mujeres que, por su condición especial, todos sabemos tienen un nivel cultural más bajo aún que los hombres?”.

Afortunadamente se concretó la reforma y en las elecciones generales de 1956 por primera vez en nuestro país votaron las mujeres. Igual, algunos que apoyaron lo hicieron con reparos, según la revista Debate de mayo de 1998. “Más votos, está muy bien, pero ¿para qué?”, decían.

Ha pasado el tiempo y ahora hay hasta una ley de paridad y alternancia, que se debe aplicar desde las elecciones del 2021. Se argumentó que los poderes del Estado deben reflejar lo que hay en una sociedad moderna. Sin embargo, la clase política está muy lejos de concretar esto. Por ejemplo, mientras escribo esta columna hay 31 precandidatos y precandidatas a la presidencia de la República, de los cuales 27 son varones y 4 mujeres. Es decir en las próximas elecciones internas de los 24 partidos en carrera, los hombres representan un aplastante 87%.

Es evidente que con la ley de paridad se ha generado un nivel de expectativas que al final no se cumplen. Decide muy poco si no se le complementa con otras medidas.

Lo cuestionable es que en algunas listas preliminares hay mujeres más valiosas que los que la encabezan, sin embargo, están relegadas. Lo que pasa es que las designaciones siempre son verticales. Los dueños de los partidos –casi todos hombres- quieren conservar su parcela de poder y se colocan en el primer lugar de las planchas o eligen a dedo de acuerdo a sus conveniencias e intereses. Haríamos bien no solo leer sus planes sino también conocer si tienen conocimiento y capacidad, que siempre deben estar asociados con la moral y los valores.