Es comprensible que la gente esté crispada por la grave situación que atraviesa el país por la pandemia del coronavirus. Incluso muchos hacen gala de su indignación por tanta carencias y protestan en centros médicos, mercados y calles. Sin embargo, no se puede entender a personas desbordadas por el pánico en La Victoria que arrojan agua con lejía a niños que duermen esperando un traslado humanitario al interior del país. Tampoco a propietarios de departamentos que desalojan a médicos y enfermeras en Puno, por temor a contagiarse de Covid-19. Y eso que no mencionamos la discriminación que se ve diariamente contra los enfermos. Lo peor es que éstos son temerariamente confundidos con un asunto del que más bien son víctimas.

No es posible que cuando el país pide la unión de la responsabilidad y la generosidad de los peruanos haya actitudes tan injustas hacia el prójimo como las descritas. Las actitudes individualistas nos alejan del sentido del bien común. Están en el lado opuesto de la palabra solidaridad. Es evidente que han desaparecido buena parte de las buenas costumbres, la tolerancia y la convivencia. Hay mucho enojo y se propaga, aumentando la desconfianza por el otro, pero eso no puede transformarnos en seres insensibles y con pocos atributos colectivos.