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El milagro más extraordinario que sucedió al comienzo del siglo XX, el más corto de la historia de la civilización -comenzó en 1914 con la Primera Guerra Mundial y culminó en 1989 con la caída del Muro de Berlín- fue sin duda la maravillosa aparición, un día como hoy y hasta octubre de 1916, hace 102 años, de la Virgen María a tres pastorcitos: Lucía, Jacinta y Francisco, en la aldea de Cova de Iría, en Fátima, Portugal. Los creyentes y los que se resistían a serlo, quedaron rendidos ante tan sublime acontecimiento sobrenatural solo explicable desde la fe, que conmocionó al mundo, y que se dio en una época convulsa por la referida guerra y el triunfo de la Revolución Rusa de 1917 que acabó con el Zar Nicolás II y toda su familia, en un momento en que la tesis marxista ensalzada por los bolcheviques en ese país combatió violentamente a la religión, pregonando a los cuatro vientos la lucha de clases excitada por la Revolución Industrial del siglo XIX.

La fe fue cuestionada por los comunistas que se pegaron a la idea de Yuri Gagarin, el primer cosmonauta ruso que en 1961 al volar por el espacio exterior, exclamó al mundo aquel famoso epitafio: “Dónde está Dios que no lo veo”, y que fuera aplaudido robóticamente por los ateos de aquel entonces. Fátima fue, esencialmente, un acto de fe e incompatible con la errada premisa de su demostración sostenida ciegamente por los materialistas. Aunque la religión y la ciencia jamás se han repelido, como erradamente se ha sostenido, someter a la demostración científica hechos o cuestiones de fe, siempre será descabellado. Lo cierto es que para los creyentes, la Virgen María apareció ante tres inocentes niños y llevó consigo a temprana a edad a dos de ellos. Lucía quedaría en el mundo para mostrar en su larga vida tamaña evidencia y la comunidad internacional ha vivido pendiente del secreto por ella guardado. El milagro de Fátima apresuró la agonía de una guerra que acabó casi dos años después, y fue el punto de quiebre que hizo prosperar la idea de la paz en la desaparecida Sociedad de las Naciones (1919), pero que fuera rescatada como imperativo jurídico en la Carta de San Francisco en 1945.