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“Hoy les ha nacido el Salvador, el Mesías, el Señor” (Lc 2,11). Son las palabras con las que el ángel anunció el nacimiento de Jesús a unos pastores que esa noche velaban cuidando su rebaño. Es también la buena noticia que resuena año tras año en el corazón de la Iglesia y que acompaña cada día a los cristianos, de manera especial en estos días de Navidad. Dios se ha hecho hombre para salvarnos. No ha mandado un mensajero ni un intermediario. Él mismo ha bajado del Cielo y se ha hecho hombre para liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte. Como dice el apóstol San Pablo: así como por la desobediencia de un hombre, Adán, entró el pecado en el mundo, y por el pecado entró la muerte, con mayor razón por la obediencia de otro hombre, Jesucristo, obtenemos el perdón de nuestros pecados y la vida eterna los que por la fe nos adherimos a Él y seguimos sus huellas (cfr. Rom 5, 12-21).

Deseo que las celebraciones de la Navidad sean para todos días de fiesta; pero que sean, sobre todo, días en los que, como esos pastores de los que nos habla el Evangelio, salgamos de nosotros mismos, de nuestros planes y proyectos, y vayamos al encuentro del Niño de Belén, que viene a transformar nuestra vida para llevarla a plenitud. Como recientemente ha dicho el papa Francisco: “Jesús quiere nacer en los corazones para donar la alegría verdadera que nadie podrá quitar”. No dejemos que la maquinaria publicitaria, que se despliega de modo intenso en estos días, nos hipnotice. Tampoco dejemos que el sentimentalismo, que así como llega se va, nos impida ir a la esencia de lo que celebramos. Abramos más bien nuestro corazón a la gracia que Dios nos quiere dar en esta Navidad. Pongámonos en sus manos, como hicieron María y José. Acojamos al Emmanuel en nuestra vida y en nuestros hogares, para que también en nosotros se cumplan las palabras de Jesús: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa” (Lc 19,9).