El sistema de justicia se ha visto remecido esta semana con la insólita decisión del Ministerio Público de archivar el caso Joaquín Ramírez. A uno le da la impresión de que si no hay forma de formular una denuncia penal por este caso, no la habrá para nadie en este Perú de malandrines, jueces rapaces y abogados codiciosos que amenazan con implosionar la judicatura y pretenden deformar los principios y convertirnos en un país sin esperanzas. Por eso, no se puede entender la decisión de la fiscal Sara Vidal, como tampoco su silencio. Unos peritajes inconclusos y la supuesta inexistencia del delito fuente -basada en la casación 92-2017 del juez César Hinostroza- no pueden ser los únicos argumentos tras 36 meses de investigaciones. Tres años vertidos a las alcantarillas de la podredumbre judicial a costa de los impuestos de todos los peruanos. Tres años arrojados a los desagües de las leguleyadas y las componendas del lobbismo, y de las enmarañadas redes de poder que mezclan a fiscales, jueces y abogados en un fétido conglomerado. Porque en fin, por dinero, César Nakazaki, Eduardo Roy Gates o Julio Rodríguez podrán defender a “Caracol” o al “Cojo Mame” y en nombre de la justicia argumentar que Satanás debe ir al Paraíso. Allá ellos y sus conciencias. Pero Sara Vidal tiene que hablar. Tiene que decirle a los contribuyentes que le pagan y a la sociedad que la sufre el porqué de esta decisión inexplicable y vergonzosa, y descartar, mirándonos a los ojos, que su débil resolución no es en realidad una estafa y un pasaporte masivo hacia la impunidad. La estamos esperando, señora fiscal.