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Si en tu ciudad ocurren dos motines en un centro de reclusión de menores de edad con la subsecuente muerte de cinco personas y días después es testigo de una balacera con dos fallecidos, entre ellos un inocente transeúnte, algo no está nada bien.

Ni la seguridad interna en un local donde se supone rehabilitan a los infractores ni la externa en las calles funcionan en Trujillo. Tenemos un serio problema porque en vez de reinsertar a la sociedad a estos jóvenes, los estamos formando para hacer lo que perpetraron sus mentores a solo metros del centro histórico el pasado martes.

El fondo del problema no es que a los menores de edad los estén masacrando en donde quedaba La Floresta, menos que deben tratarlos como angelitos porque no tienen DNI azul. A tan temprana edad, algunos saben lo que es provocar la muerte a balazos y menos tienen remordimiento cuando extorsionan.

Pero, no se trata de darles más castigo para enderezarlos, sino que deben seguir un tratamiento adecuado, si es que no queremos a más “Gringashos” en las calles.

Porque la aparición de estos adolescentes y futuros criminales es un problema compartido de la familia y el Estado. Para la primera, la palabra valores es una incógnita, y el segundo no tiene una política de reconstrucción de la persona, sino un sistema de represión para los internos.

Si fallamos con los adolescentes infractores, entonces estamos educando a crueles gatilleros, como aquellos que acabaron con un ciudadano cuyo único error fue no estar en la estadística del Estado.

Si hubiéramos tenido cámaras de seguridad, lo único que habríamos conseguido es llenar las páginas de los diarios con los alias y los nombres de las bandas. No obstante, si tuviéramos un mejor sistema penitenciario para chicos de 11 a 18 años y si las familias se encargaran más de sus hijos, entonces hubiéramos podido evitar que el sicariato tenga más adeptos imberbes.