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Las iglesias en Canadá se están convirtiendo en gimnasios, restaurantes, bibliotecas, entre otros. Un informe del diario El País de España da cuenta de que el Notre Dame du Perpetuel Secours es ahora una sala de espectáculos. En tanto, el no menos tradicional Sanctuaire du Rosario es hoy sede de un gimnasio y spa. Pero no solo templos católicos sirven para otros fines, sino también locales de la Iglesia anglicana, como el de l’Ascension, que actualmente es una biblioteca municipal. Se estima que en una década unas 9 mil sedes religiosas serán cerradas y se dedicarán a actividades alejadas de la fe, la oración y los sacramentos.

El asunto es claro: hay un declive del número de fieles que asisten a las iglesias en todo el mundo. Hay una bancarrota de devotos a partir del desinterés de las nuevas generaciones. Esto se agudiza no solo por los delitos sexuales en ciertas congregaciones católicas y los escándalos en algunas comunidades evangélicas, sino por una prédica fundamentalista de sus portavoces. Por ejemplo, la congresista Tamar Arimborgo dijo la semana pasada que el sexo solo sirve para reproducirse y no para el placer, repitiendo “ideas fuerza” de los grupos evangélicos más radicales. En tanto, su colega y pastor Julio Rosas indicó que “si queremos salvar a los niños, vamos a salvarlos. Y sepan que salvación se escribe con sangre y no solo con discursos altilocuentes”. Estas frases fueron expresadas en el debate sobre el enfoque de género en el Congreso.

Se sabe que la Iglesia tiene dogmas y los mantiene en el tiempo. Además, no actúa de acuerdo con las presiones de la coyuntura; sin embargo, el extremismo lo está alejando de las mayorías.

Si personajes como Arimborgo y Rosas, quienes tienen importante respaldo en el Parlamento por cuestiones religiosas o puro interés político, se enteran de que el 85% de adolescentes consultan sobre sexualidad por internet (según un estudio de la UPCH del 2017) y no en los libros escolares, ya nos imaginamos sus reacciones. De pronto pedirían hasta la destrucción de los aparatos tecnológicos y llegarían al nivel de los talibanes en Afganistán en 1998, cuando entraban a las casas de la gente a destruir sus televisores porque contaminaban la moral y los valores de los jóvenes.